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Arete Guasu

El ruido del motor de una vieja patrulla de policía irrumpe el silencio del Chaco Paraguayo. El sol del mediodía se advierte en los rostros de dos uniformados, en sus insignias bordadas leemos sus nombres: Suboficial Aldo López y Suboficial Lilian Sotelo. Ambos vestidos con pantalones azules reglamentarios, cucarda de metal tricolor, gorra con el escudo policial y una estrella de cinco puntas plateada. A lo lejos, parado junto a dos mulas, un indígena de estatura baja, pantalón de lino viejo y un gorro colorado con la inscripción: VOTE LISTA 1.

- ¡Buen día cacique, mba'éichapa! -el policía saluda al hombre mientras baja de la patrulla, se nota que se conocen. - Rohota mburikape, peikuaama voi… che roguatata nendive -el cacique habla únicamente en guaraní, le dice a los policías que desde ese tramo ya no pueden entrar con vehículos, que tendrán que seguir el trayecto a mulas. Él solo tiene dos, una para la mujer y otra para el hombre policía, les aclara que él los acompañará a pie. La falta de lluvia puede verse en el suelo resquebrajado y la poca vegetación del lugar son muestras de una sequía galopante. Esta zona habitada mayormente por indígenas tiene temperaturas que sobrepasan los 50 grados en el verano.

- ¿Mbaepio la oikoa cacique? ¿Qué fue lo que pasó? - Ndaikuaai, che ha che rembireko roime ñande rogape ha ro recibí la noticia de la difunta. Che aha ake pyhareve ha hae opyta upepe, ha oime porã, ndaikaai mbaepa la oikoa… La mujer policía, incrédula, lo interrumpe y repite en voz alta lo que el cacique acaba de decirles en guaraní, como queriendo remarcar su testimonio. -Usted dice que no sabe nada, que se fue a dormir luego de la ceremonia y que lo despertaron con la noticia de que la mujer extranjera con la que estuvo hace unas horas estaba muerta, es sospechoso que no hayan avisado a la comisaría recién hasta hoy por la mañana. Es mediodía, han pasado muchas horas. El suboficial ignora a su compañera y sigue hablando con el cacique. Le pregunta en guaraní sobre los detalles de lo sucedido la noche anterior, sobre la mujer extranjera que apareció muerta luego del Arete Guasu, una ceremonia con hierbas sagradas. Le explica que es importante que le diga la verdad y que no omita ningún detalle aunque le parezca insignificante. El cacique entiende muy bien lo que el policía le está pidiendo y colabora con la serenidad que un hombre sabio puede tener en estas trágicas circunstancias. Relata con voz muy tranquila y con largas pausas que ayer de noche tuvieron una celebración con hierbas sagradas, que Luis había traído a esta pareja de extranjeros y que todo se había desarrollado normalmente. La mujer policía vuelve a interrumpirlo, apurándolo: - Roikuaa porã, sabemos bien. El policía repite exactamente lo mismo en castellano: - Si, lo sabemos muy bien, Roikuaa porã -desacreditando en todo momento las palabras de su compañera. Los tres siguen caminando a paso lento bajo el intenso sol. Luego del primer tramo de una larga caminata, el cacique detiene su andar al borde de un tajamar para darle agua a los animales, vemos los ojos de un cocodrilo asomarse debajo del agua y un carpincho que se refresca en la orilla sigilosamente. El calor es abrasador. Tras un silencio incómodo el cacique cuenta que los turistas vienen en esta época para la tradicional fiesta de los guaraní occidentales llamada Arete Guasu. Es una ceremonia del reencuentro de los vivos con los muertos. Se danza al son de la música de la flauta y de tambores honrando a la vida en una ronda de unidad para un reencuentro ancestral, es un momento muy esperado en el año.

-Esta vez, ha sido muy poca la concurrencia debido a la pandemia -decía-, solo había venido esta pareja de turistas. El encargado de traerlos desde Asunción es Luis, él es muy conocido por aquí… La mujer le hace un guiño raro a su compañero, evidentemente hay algo misterioso entre ellos y el tal Luis. El policía le responde al cacique en tono nervioso e incómodo y admite que lo conocen perfectamente. Se disponen a seguir el viaje cuando escuchan un fuerte zumbido que viene del tajamar, todos giran la cabeza para ver de qué se trata, es un ñanduriré. Esta serpiente venenosa típica del lugar es muy temida, ya que una picadura mata de forma instantánea; para el cacique es una maldición de Tupá Dios. El cacique cierra los ojos y pega un grito grave mirando al cielo: Ahooo, ahooooo! La ahuyenta mientras zapatea sobre la tierra rítmicamente, la víbora se aleja. - Aguije mante cacique, gracias. Bueno, dígame ¿qué fue lo que pasó anoche? ¿Mbaepio la oikoa? -Ya le dije, yo estaba en la ceremonia junto a Luis, el extranjero y la extranjera, hicimos el fuego, danzamos y tomamos las hierbas sanadoras; todo ocurrió normalmente bajo la luna llena y el poder de los dioses se sintió muy fuerte. Fue una noche sagrada. Luego, me retiré a descansar y ellos se quedaron al borde del fuego. Por la madrugada, no sé exactamente a qué hora, escuché a Luis gritar mi nombre, salí a ver qué pasaba y llegué hasta la fogata o lo que quedaba de ella. Allí estaba la mujer extranjera sin vida en brazos del hombre extranjero que lloraba y gritaba desconsoladamente. Es lo que puedo decirle, Don Aldo, no sé cómo sucedió. Cuando vi que no podía hacer nada para revivirla, corrí a despertar a mi mujer y a mi hijo que estaban durmiendo en el rancho. Fue allí que envié a mi hijo a que les avisara lo ocurrido, él no encontró a nadie en la comisaría, entonces regresó. Recién esta mañana, cuando amaneció, volví a enviarlo para que diera aviso. El policía, al escuchar esto último le agradece al cacique que omita este detalle, especialmente a la prensa, que estará por llegar. El cacique asiente con la cabeza, la mujer policía asiente con duda. Parece que por primera vez, todos están de acuerdo. Mientras la mujer policía va a tomar declaración a Luis, al extranjero, a la mujer del cacique y al hijo, su compañero toma anotaciones de lo que parece ser la escena del crimen. El cadáver yace al borde de la fogata apagada sin rastros de sangre ni de violencia alguna, todo se ve muy confuso. Pasan las horas, nadie recuerda nada. La pócima o la medicina deja esas secuelas al día anterior, dijo el cacique con voz tranquila y con el semblante absolutamente neutro. Una mujer muerta no le distraía de su estado de contemplación y casi insensibilidad a simple vista. La mujer policía sospechaba de Luis, el asunceno que había traído a los extranjeros, pero conocía muy bien la relación que éste tenía con su compañero, el suboficial a cargo junto con ella; sabía que Luis estaba metido en negocios turbios con los del partido colorado, compra de cédulas de los indígenas para las elecciones y eso la dejaba en un lugar incómodo, ya que si expresaba su sospecha, éste podría reaccionar revelando secretos que ella también escondía, en esa comisaría no se salvaba nadie. El hombre policía, también tenía su hipótesis, creía que había sido un accidente y como no había señales de violencia en la difunta esto indicaría, a su criterio, que no había sido un asesinato. Pudo haberle dado una alergia a la sustancia, pensó, jamás hubiese considerado la culpabilidad de su socio de negocios Luis ni tampoco la del cacique y su familia que los conocía de toda la vida. Ninguno de los dos policías decidió compartir con el otro lo que estaba pensando, ambos anotaban las declaraciones como cumpliendo con su trabajo y nada más. Mientras tanto, el forense y la prensa deberían estar en camino. El hijo del cacique llevó las únicas dos mulas para recogerlos desde donde podían dejar estacionados los vehículos. El hijo, esta vez, recorrió el camino en sentido contrario y volvió a pasar por el tajamar, vio al cocodrilo moverse bajo el agua y no vio al carpincho. Recordó que era época de ñanduriré y pensó que no quería ser atacado por ninguna víbora venenosa. Ya de regreso, el forense y el periodista trabajaban en la escena del crimen. El periodista, sin mostrar el mínimo interés en lo que estaba ocurriendo, pidió agua del pozo a la señora del cacique, el hijo le sirvió y compartieron una ronda de tererés. No hubo sobresaltos, más bien todo se desarrolló bajo una sospechosa calma. El periodista, mientras tomaba tereré con el hijo del cacique, le comentó al pasar, que una tía suya había fallecido el año pasado en esta época por la picadura de una víbora ñanduriré, y que la única herida que vio en la difunta era parecida a la de su tía. El joven no le respondió nada, tomó otro tereré, pensó en la víbora que había visto en el camino. Ambos permanecieron pensativos y en silencio.





Ejercicio escrito por Leticia Coronel en el marco del Taller de Escritura de Daniel Mella, Mayo 2022. Montevideo - Uruguay.



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